Editorial

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Arenas del Quequén abre su blog, para ofrecer un registro abierto, curioso e indagador a los fenómenos de nuestra época. Para que las ideas, -la fuerza más poderosa que han creado los seres humanos-, naveguen libremente. y para ser fieles a un solo mandato: la mas absoluta libertad de pensar, de preguntarse y de opinar.
En definitiva para darle más valor a la democracia.

miércoles, 7 de marzo de 2007

(iudad ()culta MONTE PASUBIO

ciudad ()culta: Monte Pasubio
Surf y olas

Las playas no están al margen del duro febrero argentino. Y esta ciudad al sur de Mar del Plata no son una excepción. Allí hay de todo: muchísimos jóvenes con inmensas ganas de domar las olas.



Voy a contar una historia personal. Pasé casi todos mis veranos de infancia y adolescencia en Quequén. Situado a unos 120 kilómetros al sur de Mar del Plata, ese paraje doble era un clásico entre los progresistas de la época. También fue -hay que admitirlo- un paraíso de la prostitución. Los burdeles de Quequén eran célebres entre los sedientos marineros. Paralelamente abundaban por ahí algunos hoteles de lujo y hasta verdaderos castillos habitados por familias aristocráticas de doble apellido, como los Menéndez Beti y tantos otros.

En esa época, mientras yo jugaba al vóley o a la paleta, mis viejos y todos sus amigos -algunos venidos desde Tucumán o aun más lejos- arreglaban el mundo en las carpas del balneario Ricci. Eso podía ocurrir en la ventosa playa de Quequén, a sólo mil metros de la más civilizada Necochea. Bajo las carpas y las sombrillas se hablaba de Cuba, del Che, de la gloriosa Unión Soviética, del inminente derrumbe del capitalismo y de un montón de cosas más. Y al mismo tiempo, desde un cielo todavía inocente, una avioneta casera difundía el siguiente y forzadamente rimado eslogan: "Aire, mar, cielo azul y alfajores Necodul".



Estuve por ahí la semana pasada -un poco para olvidar y otro poco para recordar- y encontré, claro, algunos cambios. Ya sabía que los alfajores Necodul y la gloriosa Unión Soviética no existen más en ninguna parte. Sabía también que la vieja colonia de Segba es ahora una universidad con aspiraciones modestas; todavía están allí los enanitos de jardín adornando la entrada. Ya me habían advertido, asimismo, que el puerto está muerto aun después de su privatización; y que los barcos de pesca ya casi no salen a probar suerte porque los de Mar del Plata les ganaron la partida.

Hace décadas que no está el restaurante Porto Fino en la banquina. Y hace un tiempo que la gente raramente alquila carpas o sombrillas en los balnearios urbanos. En general van y se tiran por ahí, con sombrillas propias, o bajo la sombra fugaz de los acantilados.

Las playas de Quequén, para decirlo de una buena vez, ya no es la de entonces. Queda el viento nordeste, eso sí. También los médanos, las legendarias escolleras de piedra, el río encantado que hace años creció de pronto y derrumbó todos los puentes menos el colgante, unas cuantas chicas hermosas que se presentan todos los años para el concurso de Reina y hasta el Festival Infantil, algo acotado por la crisis y el desgano.

Las viejas casonas de antaño albergan ahora a extraños ocupantes. La gente fina está reunida en el exclusivo Hotel Quequén -remodelado y prolijamente pintado de amarillo- y también en un club privado, con playa propia y canchas de tenis, llamado "La Virazón". Algunos, entre ellos uno de los dueños del Banco de Galicia, construyeron casas de estilo mediterráneo, muy elegantes, en el sinuoso y desolado camino que va a Costa Bonita.

Los progres de hoy -o los clase media en caída veloz- alquilan casitas, si pueden, cerca del cruce costero que une la bajada al mar con la arenosa calle del mercado Ailito, ahora cerrado. Los demás se instalan, como hice yo, en el camping Monte Pasubio. Este último -que cuenta con amplio espacio para carpas y que también ofrece bungalows a los escasos visitantes de estos días- tiene la gran virtud de estar ubicado en la playa misma o casi.

Allí, al Pasubio, van a parar los surfistas de muchos lugares. Esto también es un fenómeno relativamente nuevo. Uno de estos deportistas -el rubio y delgado Agustín Ruhle, recién llegado de Ushuaia- me explicó que las olas de Quequén son únicas por su empuje y altura, y que en noviembre de todos los años el lugar es la meca elegida de centenares de surfistas. Los tipos acampan por los alrededores con sus tablas, sus trajes de neoprene y unas ganas tremendas de domar las olas. Hay que verlos entrar, cortando espuma, hasta ubicarse bastante más allá de la rompiente. Una vez allí se acuestan sobre las tablas boca abajo y "reman", como dicen ellos, a la espera de la ola de su vida. Cuando ésta llega -porque ese momento de gloria no se le niega a nadie- se paran con algún esfuerzo sobre la tabla, avanzan como cristos acuáticos hacia la costa y finalmente caen exhaustos sobre la arena.

Los porteños que en estos días terribles se animaron hasta aquí son pocos pero son. Al menos pueden disfrutar, acaso como nunca, de la amplitud interminable de estas inmensas playas del sur bonaerense.

Por algo será que las dunas de Quequén se van convirtiendo en un reducto de los que buscan el aislamiento. Los que vinieron dicen que el paraíso esta acá.


Artículo publicado en La Bitácora    
Ejemplar de la ciudad de Quequén
Año 1 Nº 2 Enero de 2007






 

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